Desde los albores de la humanidad, sabemos que la única diferencia entre un cadáver íntegro, con iguales huesos, músculos, nervios, y piel, y nosotros, es que en nosotros hay vida y en el cadáver, no.
También sabemos que si nuestro cuerpo se deshidrata, ya sea en siglos en el sepulcro, o en minutos al incinerarse, igual se transforma en un puñado de polvo o cenizas.
Todas las culturas antiguas sabían, aceptaban y dejaron por escrito, que sólo Dios pudo transformar el polvo y el agua inertes, en un molde de barro, y en un ser vivo.
Fue hasta el oscurantismo de la Edad Media (siglos V al XV d.C.) que por ignorancia, se empezó a creer en la generación espontánea de la vida: Que de la fruta o carne podrida se originaban hongos, gusanos, y moscas; que trapos sucios podían originar ratones; que del bambú se originaban pulgones; y que del fango de los ríos, se originaban peces, sapos, y víboras (Aristóteles 384 d.C. y Jean Baptiste Van Helmont 1577 d.C.).